Mientras seguimos caminando hacia la Pascua, centro del año cristiano, en este tiempo de gracia que es la Cuaresma, cercanos ya a la Semana Santa, la dulce invitación de la Gospa, pronunciada en Medjugorje hace ahora veinte años, ha de ser el mejor medio para preparar nuestros corazones a fin de que, purificados por la penitencia (en el sacramento de la reconciliación), lleguemos a las fiestas de Pascua limpios de pecado y vivamos nuestra condición de hombres nuevos: hijos de Dios, estirpe santa de María, Madre y Señora Nuestra, que desea tomarnos de la mano y conducirnos a través de una vida santa al Reino de la luz y de la paz en el que habita.

Si aceptamos Su invitación, si nos abandonamos a Ella descansando en Su amor (en Su Inmaculado Corazón), y no nos soltamos de Su mano, la luz y la paz que nos esperan en la eternidad, irrumpirán en nuestras vidas (ya aquí en la tierra, ya ahora en nuestra existencia temporal) y se irradiarán en nuestras familias y en el mundo entero, haciendo de esta tierra (como lo es ya Medjugorje) un cielo.

En el mensaje del 25 de marzo de 1997 nuestra Mamá celeste nos dijo: “Os invito de manera especial a tomar la cruz en vuestras manos y a meditar en las llagas de Jesús.

La Cruz de Jesús. Hemos de tener siempre en nuestras manos las armas secretas de la santa Cruz y del Santo Rosario. San Luis María Grignion de Montfort en El Tratado de la Verdadera Devoción afirma proféticamente que los apóstoles auténticos de los últimos tiempos, formados personalmente por la Santísima Virgen, serán verdaderos discípulos de Jesucristo, fervientes y enamorados hijos de María: llevarán “el crucifijo en la mano derecha, el rosario en la izquierda” (n. 59).

Las Llagas de Jesús. Siempre es bueno meditar en la Pasión de Cristo para llenar nuestro corazón de Su Amor. Especialmente cada viernes y durante la Cuaresma. Y al contemplar Su Pasión recordar que es, también, la Pasión de María, vivida como sólo la puede vivir una madre, olvidada de sí hasta el límite de las fuerzas humanas. La podemos denominar, propiamente, la “compasión de María” en la Pasión de Jesús. Es como el eco de la Pasión del Hijo Unigénito en su Corazón Inmaculado. Afirma en este sentido el Concilio Vaticano II: (María) “sufre cruelmente con su Hijo único, y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima” (Lumen gentium, 58).

Con estas palabras, el Concilio nos recuerda la “compasión de María”, en cuyo Corazón doloroso y llagado repercute todo lo que Jesús padece en el alma y en el cuerpo, afirmando su voluntad de participar en el sacrificio redentor y unir su sufrimiento materno a la ofrenda sacerdotal de su Hijo. Por esta compasión, por su calidad de Corredentora, por haber permanecido al pie de la Cruz, María es, también, nuestra Madre. Lo es por voluntad divina: así, en el discípulo amado, nos confió Jesús como hijos a su cuidado materno, y nos la dio, a su vez, como Madre para que cuidáramos de Ella como Él mismo la cuidó: – “Mujer: ahí tienes a tu hijo”. – “Hijo: ahí tienes a tu Madre”.

En el Calvario, bajo la Cruz de Jesús, su Corazón Doloroso e Inmaculado fue “traspasado con una espada” al contemplar y vivir cada sufrimiento y llaga de Jesús; y allí fue, asimismo, donde la Maternidad de María se extendió a todos los miembros del cuerpo místico de Cristo, que nacería de su costado abierto al brotar incontenibles los líquidos de la vida: sangre y agua, manantial divino de misericordia.

Esta maternidad de María con respecto a nosotros no consiste sólo en un vínculo afectivo: por sus méritos y su intercesión, Ella contribuye de forma eficaz a nuestro nacimiento espiritual y al desarrollo de la vida de la gracia en nosotros. En estos últimos tiempos, la envía el Padre a nosotros, para que nos muestre a Jesús y nos lleve de la mano, por la vía de la gracia y la santidad.

Recordemos que la carta a los Hebreos, hablando de los que pecan después del bautismo (o sea de nosotros), dice que “vuelven a crucificar al Hijo de Dios y lo exponen al escarnio” (Hb 6,6). Todos estamos acusados, pues, de Su Pasión y Muerte, ya que todos hemos pecado: todos hemos puesto nuestra espina a su corona, nuestro salivazo a su rostro, nuestro clavo a su mano, nuestra lanza a su costado…

De este modo, somos nosotros quienes causamos las llagas de Jesús y tanto sufrimiento y dolor al Corazón angustiado y llagado de nuestra Madre. Cada pecado que cometemos reproduce y causa cada una de Sus llagas…

Pero, de modo semejante, cada acto de amor y reparación que ofrecemos, le permite a Su Dolorosa Madre sanarlas: quitar una espina, un esputo, un clavo, una llaga del cuerpo herido y ensangrentado de Su Divino Hijo… Asimismo, y de modo simultáneo, nuestros pecados son espadas que hieren y llagan su Corazón materno, o lo sanan y consuelan, completando así (con Ella, como Ella), lo que falta a la Pasión de Cristo (cfr. Col 1,24).

Esas llagas de Jesús son los signos de Su amor, de Su misericordia. Son las heridas de la Pasión, que Él ha querido conservar permanentemente visibles y abiertas en su cuerpo resucitado, llagas gloriosas y Corazón abierto, manantial inagotable de luz y verdad, de amor y perdón, que sanan nuestras heridas cuando meditamos en ellas y, con nuestra Mamá María, las adoramos en la Eucaristía, en el Santísimo Sacramento del Altar.

Por eso, en este mensaje del 25 de marzo de 1997, inmediatamente después de invitarnos a tomar en nuestras manos la Cruz y a meditar en las llagas de Jesús, añade: “pedidle a Jesús que sane vuestras heridas, las que vosotros, hijos queridos, habéis recibido durante vuestras vidas por causa de vuestros pecados o debido a los pecados de vuestros padres. Son heridas espirituales muy profundas y arraigadas que nos causan gran pesar y sufrimiento, enfrían nuestro amor y entristecen nuestras almas, deprimen nuestro ánimo y hacen enfermar nuestro cuerpo. Heridas que terminan tantas veces arruinando nuestra vida, robándonos el hambre y la sed de justicia (santidad) y la esperanza en la vida eterna.

Necesitamos que el Señor, por intercesión de la Señora (la Gospa) sane nuestros recuerdos, cure nuestras heridas espirituales personales y generacionales (a causa de nuestros pecados y del pecado de nuestros padres), desate todos los nudos y abra todas las cadenas, liberándonos de la esclavitud a la que nos ha sometido el diablo, de la prisión-sepulcro de nuestro pecado. Por eso, precisamente, la Gospa insiste tanto en Sus Mensajes en la centralidad de la Eucaristía y por eso, desde el principio, la Santa Misa celebrada cada día y las Adoraciones Eucarísticas (comunitaria los martes, jueves y sábados al finalizar la Misa e individual todos los días desde las 13 a las 17-18 h. en la capilla de la Adoración) ocupan el primer lugar en la liturgia de la Parroquia de Medjugorje (el programa parroquial vespertino en el que se incluye también una “oración por la curación del cuerpo y del alma”, sobre todo cuando la enfermedad o la herida son causa del pecado).

Meditemos en las llagas de Jesús. Contemplemos la Cruz, Su Pasión de Amor. Vivamos esta Semana Santa junto a María. Como san Juan, acompañémosla en su dolor, en su compasión de amor, seguros de alcanzar, a su lado, los frutos de la Redención. Seguros de aliviar, así, su Corazón llagado y las sagradas llagas de Jesús.

¡Venturosa Semana Santa! ¡Feliz Pascua de Resurrección!

 

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